jueves, 26 de agosto de 2010

Los efectos sicotrópicos sobre Rogers y Piano

Mercredi.

Parece que nuestro paladar se ha acomodado a los croissants de Paul, un local que a pesar de su apariencia de modernito franquiciado, que lo es, lleva desde 1889 haciendo pain para los franceses y actualmente para medio mundo. La cuestión es que, de momento y tras varias catas, es el que mejor muere en boca.

Lo teníamos claro,  hoy entrábamos en el Pompidou, el templo del Richard  Rogers y del Renzo Piano. Menudos dos! La que armaron a pocos metros de Nuestra Señora. La sensación de caos que se tiene desde el exterior se suaviza una vez se llega a las entrañas del edificio. Los tubos te van absorviendo con elegancia, y a medida que se sube, la aprensión se desvanece. Hay que ir en busca de los corazones, del cuadrado negro de Malevich, de los tejidos y alfombras de Matisse, del azul marca registrada de Klein, del coche despedazado de Raushemberg emitiendo sonidos desde no se sabe qué dimensión, de...


Nos fuimos a por otra cara de París, la del couscous y la merguez, y la de Tati, nuestro Sepu que en paz descanse. Subimos al Montmartre por la cara norte, que en este tiempo es lo más sensato, ya que consta de un funicular que te hace la subida más liviana.

Una vez situados en la cúspide, ubicamos en el mar de tejados grises que nunca acaba, la Tour Montparnasse, el Pompidou, la gare du Nord, y desplazándonos un poco a la derecha, la Tour Eiffel. Cuando ya empezábamos a desfallecer decidimos emprender el descenso. Teníamos el gaznate puesto en una brasserie con RH más francés que la merguez y el couscous. Le Bouillon Chartier. Una gran flecha fluorescente indicaba el callejón por el que se entraba. Eran las 19:30 y había gente esperando. El pase museo cuya desventaja es que nos ha hecho alérgicos a las colas, no impidió que la hicieramos como polluelos que esperan a mamá con el pico abierto. La cola después de todo, no era para tanto.

Una chica muy simpática con walkie talkie nos iba sacando de la cola a medida que se vaciaban las mesas adecuadas a nuestro número. La de dos no tardó en quedarse libre, y entramos en una sala con mesas tan juntas que apensas si dejaban pasar a los camareros-equilibristas que corrían llevando bandejas de dimensiones desorbitadas con decenas de platos en cada una. El sonido de voces invadía todo el escenario art decó.

Y he aquí lo que pedimos: una ensalada verde, un tartare, un faux filet, unos profiteroles y un pichet de vin. Y eso fue lo que nos sirvieron, así, sin florituras y sin guarniciones sofisticadas. El plato básico. Tomen nota fieles seguidores, cuando vengan, si no han estado, no se lo pierdan.

Et voilà, ¿qué más podemos decir?

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